Por: Juan Ramón Martínez

Algunos han sostenido que los riesgos de la inteligencia artificial se reducen en el territorio de la poesía. Porque creen, con buena fe, que el lenguaje poético es imposible para un medio artificial. Es decir, que por su uso no se puede llegar a la poesía. Sin embargo, hay varios ejemplos de poesía de buena factura en la que no solo engañan a los poetas, sino que, además, a buenos lectores y a la casi totalidad de los críticos, que no pueden distinguir el uso de las frecuencias matemáticas y los algoritmos para producir belleza y palabras matemáticamente ordenadas y sonoras. Bellos versos.
 
Porque los límites de la IA no son la belleza, la utilidad, sino que la moral, la escogencia del bien y el rechazo del mal. La verdad. Esta es la frontera infranqueable. Noam Chomsky lo ha confirmado. Basta recordar que la verdad es bella, que las teorías científicas lo son y que la poesía es armonía, belleza y verdad. Y que las tres cosas son matemáticamente comprobables.
 
Hawking, en algún momento de su arrogancia inevitable, dijo que la armonía matemática era tal que él creía que la existencia de la materia era de tal naturaleza que si podía buscarse un principio y llamarlos Dios se podría explicar en una fórmula matemática. Un verso, ni más ni menos. Siglos antes, Leonardo da Vinci hizo del número áureo la prueba definitiva de la belleza y nos dejó una figura extraordinaria de la perfección.Entonces, el problema no está entre la IA y la belleza, sino que entre su ejercicio, la verdad y el valor moral. Porque aquí es donde principia la peligrosidad de la IA.
 
Todo puede ser mentira y entregado de tal manera que parezca verdadero, porque el escollo mayor está en que, convenientemente confirmado, explica que todo se puede reducir a fórmulas matemáticas, menos la moral: lo bueno, lo malo y la verdad. La verdad y lo bueno no prueban su validez por la repetición. Tampoco, la verdad es buena porque las mayorías lo confirmen o porque lo digan los autorizados líderes de opinión. El bien y el mal escapan al imperio de lo numérico, al collar de lo repetido y al engaño de la belleza. La IA puede, sin el límite de la moral, volvernos obsoletos. Si logra hacer cosas centradas en la existencia humana, la dificultad de vivir y los dilemas de optar entre el bien y el mal. Pero aquí es donde la IA se estrella estrepitosamente. Su límite es obvio: la inteligencia es facultad humana, y nadie, ninguna máquina, programa numérico, la sustituirá. Puede simular, incluso amenazándonos, de suplantarnos, pero no podrá diferenciar entre el bien del mal ni podrá construir un discurso falso para justificar la belleza del mal y su conveniencia. Allí no podrá engañarnos. La verdad “nos hace libres”.El término IA es falso. La inteligencia es humana. Ninguna máquina podrá diferenciar y hacer opciones en las que opte entre el bien, el mal y la verdad. Pudiendo en consecuencia deliberadamente rechazar el mal y preferir el bien.
 
Porque para ello tendrá que repasar millones de opciones y decidir, además por intuición y por formación social y humana, entre lo que puede ser aparentemente bueno; pero esbozada expresión del mal y mentira. Diferenciar entre la verdad y lo bueno; la mentira y la falsedad es facultad humana. La lectura del pecado original, incluso con innecesarios ejemplos sexuales, es en realidad un ejercicio de inteligencia humana. La libertad no es otra cosa que la opción que hace el ser humano entre el bien y el mal, optando por la verdad.”

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