Por: Segisfredo Infante

Hay un principio filosófico clásico que afirma que “No se puede ser dos cosas diferentes en el mismo momento ni tampoco en el mismo lugar”. Al pretender una transgresión lógica de este postulado antiquísimo se cae irremediablemente en una contradicción profunda, que colinda con aquello del “tercer excluido”. Pero muchas veces cuando redactamos o hablamos a la ligera violamos este principio de “no-contradicción”, ya sea en forma inconsciente, por inercia o por costumbre de las expresiones idiomáticas típicas de cada lengua regional.

Guillermo Hegel, por la vía de las triadas dialécticas y del panlogismo, intentó superar este principio aristotélico. Dudamos si acaso lo logró. También podría intentarse por la vía de la “lógica polivalente” de la escuela polaca, derivada originariamente de los dos grandes teoremas lógicos de Kurt Gödel. O bien por el camino de las investigaciones cuánticas relativas a la paradoja mental del “gato de Schrödinger” (Erwin Rudolf Schrödinger), en donde un gato equis, encerrado en una caja de acero, podría estar vivo y al mismo tiempo muerto. O “superpuesto” por causas radiactivas. En último caso el principio aristotélico, en la escala macrohumana, se mantiene intacto. Es decir, nadie en el plano individual puede ser dos personas completamente opuestas en el mismo instante y en el mismo lugar. Pero un individuo carnal bien puede ser dos personas diferentes (o aparentemente contrarias) en distintos momentos y en distintos lugares, siempre y cuando se conserven unos principios esenciales inamovibles conectados con la sustancia del “Ser” permanente o más o menos estable. Aquí entran en juego las viejas mayéuticas y los diálogos derivados de la relación dinámica entre las metafísicas y las dialécticas parmenidianas, heracliteanas, platónicas y aristotélicas que llegan hasta nuestros días, por aquello de la unidad de los contrarios que al final se concilian, según el gran Hegel.

La idea originaria del presente artículo es que los seres humanos somos demasiado frágiles ante la adversidad, ya se trate de las fuerzas ciegas de la naturaleza; o de los vaivenes impredecibles de las sociedades civilizadas, tribales o fanáticas. Por ello la arrogancia innecesaria resulta ofensiva y dañina venga de donde viniere, en cualquier lugar y en cualquier época. El individuo soberbio (de ambos sexos) le hace daño al prójimo y se hace daño extremo a sí mismo, en tanto olvida su propia fragilidad, su transitoriedad y los derechos inalienables de los demás. La soberbia exhibe, entre otras características, el desamor o la impiedad, la exageración abrumadora de los hechos y la negación casi absoluta de la más mínima virtud en el alma del “Otro”. También rechaza, por mecanicismo, las inevitables divergencias de pensamiento y de perspectiva histórica en los círculos sociales, académicos, económicos y políticos. (¡Qué delicia es reunirse en una cafetería con personas tolerantes que piensan diferente de nosotros!).

Seguidamente deseo referirme a la fragilidad y fortaleza del hondureño promedio, situaciones respecto de las cuales muchas veces es inconsciente. Nuestra condición humana es frágil. Ya lo sabemos. Pero la fragilidad del hondureño es mayor por circunstancias inherentes a los particularismos históricos y geográficos de casi toda la región centroamericana. A tales particularismos habría que anexarles un grave problema de idiosincrasia en lentísimo proceso de definición. El hondureño promedio se niega, a sí mismo, y a todo trance, el maravilloso derecho de asumir con dignidad su mestizaje etnocultural (o etnohistórico) con visiones universalizantes. Esto lo hemos afirmado en múltiples artículos y ensayos en el curso de cuatro decenios. Pero nunca está de más traerlo a colación en forma de diálogo pedagógico y amistoso. No en los niveles de las discusiones estériles o confrontativas. El mestizaje, que en los comienzos pareciera presentarse como una cosa híbrida o genéticamente débil, al final de la jornada termina convirtiéndose en una fortaleza biológica y espiritual, que sabe sobreponerse a las inclemencias de la naturaleza y de la misma sociedad, a pesar de lo que crean los racistas empedernidos y los rencorosos incurables de cualquier subregión planetaria.

Amén de las debilidades e inseguridades de Honduras, el catracho promedio posee fortalezas incuestionables (tal vez imperceptibles) que en momentos diferentes ayudan a sobreponerse en medio de fragilidades y calamidades en un ambiente que a veces es grosero con los más humildes y con la clase media, la cual es estrangulada por los “aqueos” y los “troyanos”. Perdiendo de vista que más allá, en el horizonte histórico, los segmentos de la clase media son los que definen lo negativo, lo ambiguo o lo positivo de una sociedad. Las clases medias tolerantes e iluminadas son como el polo magnético respecto del cual las brújulas políticas y económicas podrían reorientarse. Por lo que nadie debiera jactarse de la felicidad de ningún pueblo con una clase media destruida.

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